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Eduardo Rosales Gallinas (Madrid, 1836 – 1873).

Vivió una infancia triste con gran escasez de recursos. Sus padres, Anselmo Rosales y Petra Gallinas. Desde niño sufrió dolencias pulmonares. Estudió en las madrileñas Escuelas Pias de San Antón, en el Instituto de San Isidro y en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. A los diecinueve años un vómito le avisó de la tuberculosis que le acompañará de por vida. A los veinte años ya había perdido a sus padres. Tuvo un hermano, Ramón, con el que siempre mantuvo un fuerte lazo fraterno y de él recibió las primeras ayudas económicas para hacer realidad su sueño de ser pintor. Fue a Roma en un auténtico viaje iniciatico. Su correspondencia está llena de cartas conmovedoras y alguna vez desgarradoras, gozó y padeció amores decepcionantes e imposibles. Su primer amor juvenil platónico y desalentado fue por Teresa López, luego el apasionado y tormentoso, compartido con Carlota Giuliani, la bella casada de Roma y después la tierna felicidad conyugal con el cuidado solícito y amoroso de Maximina, cuya dulce mirada dejó reflejada en el retrato que hizo a su esposa. Sufrió muchas horas de angustiado trabajo, tareas ilusionadas en Roma y reconocimientos oficiales en Madrid. Pintó con ansias en desafío a la muerte que sentía cercana.

Impregnó sus cuadros con el nervio, la vivencia y la virilidad que hoy nos apasionan, nos admiran y nos obligan a amar su recuerdo y su presencia en cada pincelada. Con gran fidelidad a sí mismo pintó Rosales como sentía la pintura, sin atenerse a las clásicas normas academicistas, y desde el respeto a sus maestros, traspaso las barreras de su tiempo, poseyó un concepto del color que dimanaba de su intimidad poética y un admirable sentido de perfección en el dibujo.

En la conjunción de su carácter apasionado y de su innata elegancia, logró el milagro de una pintura que siendo libre y renovadora es noblemente clásica por su deseo de huir de toda destemplanza. Su veta romántica se hace patente en esa atmósfera de musicalidad cromática, a la vez difusa y firme, que hallamos en sus cuadros y bocetos.


Al pintar Doña Isabel la Católica dictando su testamento, supo sacudirse los tópicos, condicionantes y servidumbres para dotar a su gran primer cuadro de Historia de sus personalísimas exigencias de originalidad, fuerza y empuje de las que no quería abdicar. Su cuadro respira tal fortísima fuerza plástica que es difícil sustraerse a la fascinación de la solemnidad de un hecho histórico, al tiempo que el color – esos rojos, amarillos, verdes, azules, de los ropajes cortesanos -, aureolan con su vigor, la melancólica nota resplandeciente de la Reina, que agoniza, y testa.

La Muerte de Lucrecia Tiene los rasgos de febril armonía, de maravilloso dibujo, y de perfecto color presidido por la rotunda belleza del brazo desnudo de la protagonista tantas veces alabado Si el tema clásico nos deja fríos, y su movimiento puede parecer teatral, la atmósfera cromática, alejada del habitual realismo, y la feliz alianza de color y dibujo nos conduce de nuevo a aquella desconcertante sensación simultánea de equilibrio y de independencia que nos producía el Testamento y que hallamos indefectiblemente en las demás evocaciones históricas de Rosales.

Lo mismo ocurre con La presentación de Don Juan de Austria al Emperador Carlos V en Yuste. Sinfonía de color con las penetrantes notas rosas y azules que rompen el comedido atuendo de los cortesanos. Todo ello acompañado de la profundidad expresiva de los personajes. Nota común en la obra de Rosales es profundizar en los temperamentos de los que retrataba o inventaba.

Toda esa filosofía la aplicó a otros cuadros de Historia: Doña Blanca de Navarra es entregada al capital del Buch, Doña Juana en el Castillo de la Mota…

Todos ellos, personajes perseguidos por la desventura..

También fue sensible a la poética de Shakespeare.

Pintó a una Ofelia, herida por el desdén de Hamlet, o con un ramo de rosas, o en un boceto, sobre la muerte de la heroina, que nos anonada por su poderío poético y modernidad.

Entre otros temas que trató el pintor podemos destacar – Los primeros pasos – los de su hija Eloisa, en el que Rosales capta el ambiente cotidiano, añadiendo gotas de ternura. Así lo venía haciendo desde aquellas primeras pinturas: Nena, cuya carita acusa cierta picardía, o Ángelo, lleno de jovialidad, que solo un grandísimo pintor pudo reflejar con esa profundidad y delicadeza, o La Ciocciara, obra admirable y contemporánea. Rostro bellísimo de la modelo – Pascuccia – y su vestido lleno del encanto de un color impregnado por unas sabias pinceladas que fueron puestas desde la alegría que la pintura nos transmite. En el género del retrato no le faltaron buenos modelos de personajes socialmente relevantes: duque de Fernán Núñez, duque de Bailén, condesa de Via Manuel, marquesa de Salinas, vizcondesa de Rias…. O políticos ilustres: D. Cándido de Nocedal, D. Manuel Cortina, D. Antonio Ríos Rosas, o la hija del General Serrano, Conchita Serrano, Condesa de Santovenia, verdadera y deliciosa sinfonía rosa. Claridad en el colorido, la equilibrada composición, la captación psicológica de la niña – once años – adolescente, y la sensación de la alegría creadora como en las pinturas anteriormente citadas.

En los retratos oficiales captó el carácter del retratado con agilidad y con emoción, siempre desde un profundo conocimiento y respeto por el retratado.

El Autorretrato, de la colección Payá, está realizado en un lírico abocetamiento que está presente en el retrato del violinista Pinelli, o del escultor y amigo Marcial Aguirre.

El nacimiento de su segunda hija, Carlota, supuso un bálsamo al dolor de la pérdida de Eloisa y para combatir su enfermedad viajó a Murcia donde encontró en el paisaje un nuevo acicate para su ansia creadora, Paisaje que ya habia cultivado en el Pirineo oscense con su extraordinario lienzo Camino a Panticosa y otros paisajes en los que la crítica ha querido ver similitudes con Manet y Cézanne, en esa luz del horizonte en su ocaso. Sumaremos a esta muestra de temas románticos Los esquiladores, La venta de novillos, El naranjero de Algezares.

Y están los retratos de su esposa, Maximina Martinez Blanco, captado su rostro con gran fidelidad reflejando una profunda dulzura en su mirada o el de su tía Maria Antonia,… o el dibujo de su hija muerta,… coronando su frente de flores….

El magnifico desnudo femenino: Al salir del baño. Ejecutado en una sola sesión, abocetado. Su modelo Nicolina, posa con naturalidad, en medio de una magistral sencillez de color que refleja la tersura de la carne o el Desnudo del Museo Nacional de Buenos Aires.

Ya en la recta final de su vida aceptó el encargo de pintar los Evangelistas para las pechinas de la Iglesia de Sto. Tomás (Madrid) volviendo a sus orígenes de pintor con Tobias y el Angel, que no quiso enviar como trabajo para justificar la beca real “de gracia”. Pintó, en Murcia, sacando fuerza de su cada vez más agresiva dolencia, San Juan y San Mateo, figuras de fuerte reciedumbre, llenas de pathos. Los bocetos de las cabezas de los evangelistas son un estudio brillantísimo del semblante humano.

Ya agonizante recibió el nombramiento de director de la Academia Española de Bellas Artes, en Roma, en cuyo reglamento había colaborado a instancias de Emilio Castelar, que le admiraba. Murió el 13 de septiembre de 1873 en Madrid, c/ Válgame Dios, 2. Sus restos descansan actualmente en la sacramental de San Justo y Pastor.